Redescubrimos… Paseo del Arga y huertas de Aranzadi

Paseo completo: el tiempo que tardes en completar unos diez kilómetros.

Recompensa final: no precisamente la que teníamos en mente…

Un consejo Ma petite: las grandes historias de amor siempre perduran en el tiempo.

                    

Hoy pedimos su bendición. Nos cuida siempre, aunque solo lo nombremos nueve días al año. Son cinco minutos. Quizás, ni eso. Lo que tardamos en entrar, saludar, dar las gracias y pedir su bendición. Hoy comenzamos ruta, con el permiso de San Fermín.

El tiempo nos vuelve a acompañar. Estamos teniendo mucha suerte y es un gusto poder aprovechar estas mañana en las que sales de casa con el abrigo, pero terminas en manga corta. Tras salir de la parroquia de San Lorenzo, bajamos por la cuesta del Portal Nuevo y torcemos a la izquierda hasta llegar al ascensor de Santo Domingo. Una vez allí, volvemos a recordar a San Fermín al ver los corralillos del gas. Y, a partir de aquí, el otoño vuelve a tomar protagonismo.

El paseo de Arga está precioso. Conectamos de nuevo con el impulso de caminar sobre las hojas recién caídas, de tirarte sobre ellas, de hacer montones, de recogerlas. Disparamos un montón de fotos porque todo nos parece precioso: el río, su caudal, los puentes de madera, los rayos de sol que se cuelan entre las ramas.

Al llegar al puente de piedra, justo después del puente del Vergel, nos quedamos un rato escuchando la corriente de agua. Puedes hacer este mismo camino en bici, pero si lo haces a pie, puedes quedarte a merendar en cualquiera de los merenderos que hay pasando las piscinas de Aranzadi. Toda esa parte está conectada por pequeños puentes. Es como estar, de pronto, en un bosque, sabiendo que tienes un súper justo al otro lado.

Si continuas el camino, llegas a las huertas de Aranzadi. Aquí comienza todo un laberinto de caminos, escaleras, rampas, bancos y árboles que te invitan a perderte. El recorrido lo marca el meandro de Aranzadi. Activa tu sentido de la orientación y adelante. Nosotras escogemos un pequeño atajo que nos lleva directamente hasta tener Casa Gurbindo a nuestra izquierda, y a Aitaren Txoko, a nuestra derecha.  Si tienes niños en edad escolar, conocerás Casa Gurbindo, pero y ¿Aitaren Txoko? Pues es un cortijo andaluz en medio de Pamplona, fruto de una historia de amor; y no hay nada que nos guste más a las chicas Ma petite que una historia de amor. La sorpresa de este paseo es que no solo nos encontramos con una, sino con dos demostraciones de amor que han sobrevivido a sus protagonistas.

La primera es la que hace que esta casa perdure en el tiempo. Fue construida a principios del siglo XX por José Luis Ybarra quién, al parecer, estaba enamorado de una joven francesa y, para demostrarlo, le construyó esta casa con cantidad de elementos que recuerdan a un cortijo andaluz, como los azulejos o su patio interior. Quizás te suene más si te decimos que la gente la conoce como Casa Arraiza; aunque si te fijas bien, en la parte superior de la verja puedes ver una Y, para que no olvidemos quién la diseñó.

Todavía engatusadas por la historia de esta casa, seguimos nuestro camino para volver a pararnos sorprendidas al ver un hórreo asturiano plantado en medio de la nada. Buscamos deprisa en la red el por qué de esta visión y volvemos a quedarnos embobadas con una nueva historia de amor eterno. El segundo propietario del cortijo andaluz, Eugenio Arraiza, decidió mitigar la añoranza de su mujer, María Ángeles, por sus tierras asturianas, regalándole esta construcción típica para que pudiera verla todas las mañanas. La hazaña fue mayor porque Don Eugenio decidió tapar las obras del hórreo con una lona hasta que estuviera completo para el cumpleaños de su mujer, a quien dijeron que estaban construyendo un cobertizo para que no sospechara nada. Un enorme ‘Oh!’ nos brota del corazón, y un halo de romanticismo nos empuja el resto del camino.

Es la hora de comer y al salir por detrás de la residencia de ancianos del Vergel, nos topamos con tráfico y ruido. Es como haber salido de una burbuja verde. Cruzamos y atravesamos los fosos de las murallas para entrar de nuevo en la vieja Iruña por el portal de Francia. La cuesta es considerable pero entrar a la ciudad por sus antiguos accesos es un lujo histórico que debemos cuidar y conservar. En la cuesta del Redín lo damos todo y, con la respiración entrecortada, nos saluda solitaria la terraza del Caballo Blanco. Es extraño verlo todo tan vacío y tan en silencio… Atravesamos la calle hasta la plaza de San José un poco compungidas. Aquí damos por finalizada la ruta, pero no el paseo.

La imagen que nos ha dejado el Caballo Blanco es justo lo que nos espera: cafeterías, bares y restaurantes cerrados. Teníamos planeado hablaros sobre un bonito café, pero las condiciones de pandemia en las que nos encontramos nos obligan a hacer cola para poder comer, al menos, unos nuggets con patatas, sentadas en un banco de la Plaza del Castillo. A todos nos gusta, de vez en cuando, lanzarnos a la comida poco saludable, pero os prometemos que no tuvimos otra opción. De ahí, corriendo al patio del cole sin confesar a nuestros hijos que hemos estado en el Burguer King sin ellos. Si nos preguntan, lo negaremos todo.